Meditar en los acontecimientos del Jueves Santo es introducirse en el amor de Jesucristo, en el amor del Padre de las misericordias que nos envía a su Hijo para rescatar a los que nos habíamos perdido. Si en ocasiones, somos presa del desaliento, de la tentación, de la angustia es porque nos olvidamos del amor de Jesucristo. El amor lleva al amor. Quien experimenta el amor de Jesucristo no queda igual, no puede quedar igual. Los apóstoles en la última cena son testigos del amor de Jesucristo y de la inmensa responsabilidad que queda en sus manos. Ellos reciben el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y reciben, además, el poder de consagrar y el mandato de “hacerlo en memoria del Señor”. El sacerdote ha nacido allí, en el cenáculo, en la Eucaristía. El Beato Juan Pablo II, hace treinta años, se dirigía a los sacerdotes, el Jueves Santo, en estos términos:
«El jueves santo es el día del nacimiento de nuestro sacerdocio. Es en este día en el que todos nosotros sacerdotes hemos nacido. Como un hijo nace del seno de su madre, así hemos nacido nosotros, Oh Cristo, de tu único y eterno sacerdocio. Hemos nacido en la gracia y en la fuerza de la nueva y eterna alianza del Cuerpo y de la Sangre de tu sacrificio redentor: del “Cuerpo que es entregado por nosotros” (cf. Lucas 22, 19), y de la Sangre, que “por todos nosotros se ha derramado” (cfr. Mateo 26, 28). Hemos nacido en la última cena y, al mismo tiempo, a los pies de la cruz sobre el calvario; allí, donde se encuentra la fuente de la nueva vida y de todos los sacramentos de la Iglesia, allí está también el inicio de nuestro sacerdocio».
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